Disfraces

Folio en blanco que no dice nada, y nada que decirle al pálido folio.
Palabras por palabras, estúpidas, inútiles.
Saciarse con el sexo y estresarse con el miembro… Eso no formaba parte del arte, ni de los planes.
A veces la existencia es un paseo que sentimos inútil, donde lo único que sacamos son experiencias que nos hacen más viejos y, según cuentan, más sabios.
Pero, ¿dónde quedó la maldita sabiduría?
Tal vez la perdimos en borracheras o en resacas risueñas, en bares donde rehogábamos lágrimas en altos grados de alcohol…
¿Dónde quedó?
En un paseo.
Me daba cuenta según pasaba el tiempo de que la novela que quería escribir sólo tenía eso, folios en blancos que no decían nada, pero que me decían muchas cosas. Al mirarlos sabía lo que simbolizaban, pero nadie más lo entendería.
En la noche vestida de canciones con letras francesas, donde la música es la compañera de existencias y la musa que ayuda a encontrar la inspiración, tal vez perdida de nuevo, sonó el timbre y yo sorprendida, ya que estaba totalmente concentrada en mis quehaceres inútiles, me levanté para abrir la puerta.
Ni siquiera pregunté quién era, me limité a darle al botón.
Nunca llegué a saber realmente quién era. Nuestras conversaciones eran típicamente escépticas y contradictorias, sobretodo cuando tratábamos temas tan decadentes como el amor. Era como tratar de ver el cielo desde una habitación cerrada y, en ocasiones, para mi llegó a ser como una reencarnación de la claustrofobia, con pelo negro y ojos oscuros, que para algo son el espejo del alma. Esa noche no podía evitar mirar la foto empolvada de una lejana noche feliz, que reposaba sobre la mesa donde también reposaban mis brazos, y sobre ellos mi cabeza, en postura de indiferencia. Muchas veces me pregunté si mis gestos hacia su persona eran realmente de no importancia o si más bien se trataban de un modo de hacerlo enfadar momentáneamente, o de intentar autoconvencerme de ello. Nunca lo supe porque tampoco me faltó para poder comprobarlo, por lo que no pude comprobar si el refranero acertaba en dicha ocasión.
De repente, observando la foto vi que él se reflejaba detrás de mi, mirándome a modo de reproche, y recordé la forma de un paraguas. Preferí callarme para no hacerle encolerizar y así ahorrarme el trabajo de tener que discutir para que abandonase mi casa, entre otras cosas, porque era un recuerdo bonito. Una bella amiga de infancia me había enseñado un truco para sentirnos volar… Nos agachábamos poniéndolo sobre nosotras, como si nos escondiésemos del resto del mundo bajo él, y nos levantábamos enérgicamente, levantando los brazos. De repente sentías el viento alrededor, como abrazándote, y el pelo volar alrededor de la cara. Lo mejor eran las risas que conllevaban siempre… Pero sabía que si le decía que esa noche su pelo despeinado me recordaba la imagen de un paraguas, tendría que discutir… O explicar, que era algo que rehusaba hacer con él. Hay personas que es mejor dejarlas aferradas a su ignorancia para que sean felices. Bendita ignorancia de los soñadores…
Ergo, tenía miedo de guardar sentimientos que me marcasen, de esos que el tiempo inexorablemente recuerda gracias a la memoria, ese maldito error de la fisiología humana de la que a veces me servía para volar a otros lugares que se abren a partir del balcón de mi casa, donde se oteaba la luna en noches claras, hasta que sonaba el timbre y volvía a abrir sin saber quién era, porque sabía que la lucha así estaba asegurada. Y es que los balcones no son otra cosa que un simple paso abierto a los sueños nocturnos, en las largas noches de insomnio causado por cafés, preocupaciones y nostalgias.
Sin embargo cuando llovía me gustaba el fuego. Es esa maldita atracción fatal hacia los polos opuestos, la guerra por la supervivencia, los imposibles, la idealización… Y en todas me daba cuenta del desorden de mis pensamientos, algo que a pesar de todo y sin preocuparme por nada, siempre había estado ahí.
Los folios del maldito libro seguían en blanco y mi cabeza en un continuo ir y venir de pensamientos ilógicos que no me llevaban a otra parte que no fuese de nuevo al centro del espejo, donde observarme e intentar sacar en claro algo de lo que quería entender de mi y que nunca conseguía, ya que no hay nada más difícil que la reciprocidad con uno mismo.
Él de nuevo volvía, una y otra vez, haciendo que al menos olvidara por un rato mi lado más paranoico. Era divertido hacerle enfadar con mi cinismo. Era como un partido que nunca acababa, ironía contra romanticismo, quién puede más. Yo hacía trampas, lo admito, en el amor y la guerra, todo vale. Y en las cruzadas personales, nada se niega. Otra tarde giré una moneda. Me encantaba verla girar… la cara y la cruz, que parecían anunciar principios y finales a los jugadores, pero siempre eran falsos, como las teorías filosóficas y los poemas de enamorados. Anunciando… Y él desesperaba ante mi pasotismo por su persona física, creyendo que me resultaba igual de indiferente lo sentimental, que no lo era. Escucharlo mirando la moneda era como vernos a ambos rotando sobre nuestros ejes, nuestros argumentos más válidos, para ganarnos. Una estúpida lucha quizás. Pero una lucha. Y para qué engañarnos, perder no le gusta a nadie.
Otra tarde, mientras no lo escuchaba murmurar yo tarareaba sus palabras, sin saber qué decía. Cogí un lápiz y quise pintarlas, y dejé que ellas mandasen… Cuando quise darme cuenta observé que había pintado la primera hoja de mi libro en blanco, y por primera vez, no sabía qué quería decir algo que sí estaba encarnado, aunque fuese en forma ilógica y carbonizada… Entonces acabé de entender que no comprendía nada de la naturaleza ni de mi esencia vital.
Así que descolgué el telefonillo y me volví una ermitaña, y decidí que lo soñaría hasta descubrir qué significaba todo, además de que mi locura consentida desembocaba en una ligera demencia que asumía paso a paso y minuto a minuto, mientras seguía soñando y lamentándome por hacerlo. Pero entonces dejé de soñar con folios escritos y volvieron los blancos, volando alrededor de un paraguas y un hombre moreno encolerizado y triste que me hacía encontrarle algo de sentido al sinsentido de las batallas. Pero él salió a pasear al perro y, mientras esperaba encontrarle sentido al abstracto que anteriormente había pintado heló, llovió, nevó, e incluso en alguna ocasión hizo sol. Pero nada encontré por respuesta.
Así que deliberé hasta encontrar la respuesta adecuada y volver a casa a mirar por el balcón y poder sentirme de nuevo una maldita soñadora, estúpida e inservible, que vivía en cuatro paredes fabricadas con utopías. Y cogí el libro, arranqué el folio, lo cerré. Tras pasar por la papelera y cumplir mi misión subí a casa, abrí las puertas del balcón y miré a la nada que se perdía tras el cielo. Cuando volví a abrir los ojos sumergida en escalofríos vi de nuevo el dibujo. Se habían acabado los intentos de escribir hojas que debían quedar para siempre en blanco. El maldito dibujo no tenía sentido, pero al menos sí poseía vida. Eso lo había salvado de la papelera donde reposaban los pensamientos que sólo yo entendía, ya que no necesitaba que me los recordasen, pues ya habitaban en mi, mal me pesara… Y seguí el camino con mi vida bohemia disfrazada hacia la experiencia… En medio de un paseo a lo largo de las noches…

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