Flores, sequía, Hawai

Cerrar los ojos mientras él canta lo que sueño es para mi en un futuro poco lejano, con el cuello frío pero el estómago y las manos calientes, y las pestañas largas que pesan más y más entre una obligación que se omite y una voz que es casi, casi familiar, casi, casi cercana. Donde reposa un rol adoptado y algo abandonado como si fueran perchas, la corriente del hilo musical desconectado, el pinchadiscos sin aguja, el dedo que acaricia las letras de una canción que escucho todas las noches en una emisora poco convencional, el brazo que se sostiene en una silla de madera ciertamente vieja y el terciopelo que ha recogido el polvo avenido en taitantos años…
Y pasé a la tercera persona, no sé en qué medida. Las paredes con grumos y la espalda que reposa sobre ellos ante un pasillo largo y gélido, con una luz blanquecina que no conduce a ninguna parte y cae en lo tenue, pasando a lo olvidado y al camino que lleva a la habitación de sus primogénitos, algo altos ya, desbordados y con ganas de masturbarse. Ha pasado todo rápido, tan veloz que incluso las flores de plástico del disfraz de hawaina se han secado, dejando un hilo sobre el que reposan los restos de la niña, el padre, la mano que mece la cuna, el ojo que mira a hurtadillas y ese filo infantil que cubre de un modo casi hijoputesco los primeros resquicios de lo sumo artificial y adulto, las aspas de avión que giran, los zapatos que no andan…

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