Amor, revolución (y tú)

De donde yacen los amantes.
Se quieren a oscuras,
gimen, enmudecen.
Las sábanas recogen sus secretos,
la luz de nuevo los deja al descubierto.

Se comen, despedazan, arrancan el alma a mordiscos
porque ya no saben quererse de otro modo,
ya no pueden amarse de otro modo,
se han caducado como para amarse de otro modo.

Se guardan los secretos como si fueran a escurrirse en los silencios
pero yo, sin embargo... yo no tengo secretos.
Se quedan todos desnudos en cuanto pestañeamos,
se me escapan en los alientos...
Se me enganchan en el pelo y sin querer les susurran al viento,
y todos los miran...

No se puede esconder tras un halo transparente
ni se puede bailar sobre un hilo,
no podemos ser plumas ni amanecer sin haber vertido alguna gota salada en el sueño pasado,
que ya perece,
cuando el día hace que de nuevo roten las canciones.

Aquí vienen a morir los amantes,
a sollozar entre las sábanas,
a caducar el pasado que se lleva sobre los hombros,
en cada pliego de piel,
dejando las mentiras al descubierto.

La culpa es de los violines y de los mentirosos.
Son una combinación peligrosa, hacen llorar a las chicas-cuento,
tiemblan cuando están a solas.
Les tiemblan los ojos que se esconden,
nadie puede evitarlo.

Llega el polvo, se va, con ellos los dedos deslizándose como si se tratara de un piano,
de nuevo aquel teclado que no hace más que chirriar.
Es la hora de tragarse los secretos de los demás para que terminen por convertirse en barcos de papel que se pierden,
basta refugiarse en la digestión de una botella de cristal que viaja entre las olas.
Las naos no hacen más que no hacerle caso.

Si pudiera darle alas y hacerlos volar al ritmo de esos violines no habría fin.
Los amantes se irían de aqui para no desfallecer.
Amar a partir de la siguiente puerta,
escuchar cómo crujen los huesos con cada nuevo abrazo.

Y se sientan allí a preguntarle al silencio cómo acallar lo que quieres gritar en el oído de quien te coge la mano,
se preguntan a sí mismos, mientras la luz pasa y se hace la sombra, cómo callar y no gritar que se quieren.

Aquí llegan los niños a hacerles llorar con la luz apagada,
ni siquiera las sábanas les protegen.
Ahora se hacen los silencios, se congelan bajo los pies hasta el punto de poder llorar en época de sequía,
bailar sin pies, brazos, sin música.
Sólo bailar cuando estalla una bomba al lado del corazón,
con el silenciador enchufado,
exhibiéndose con un hipido tan tímido que no se puede apreciar apenas.

Debería ser la hora de afinar los violines,
desde que se les tensan las cuerdas apilando las pestañas están malsonando demasiado, y todo el mundo calla.
Todos duermen en silencio y, en la oscuridad, escuchamos el dolor ajeno brotar,
como el humo fluyendo en una época pasada de mis pulmones,
pasando de la mano de mis palabras favoritas: canción de cuna, mamá, volar...

No hemos firmado, y ahora... seguimos sin firmar y dejándonos llevar.
Aún no está listo el pasaje.
Han llegado los amantes.

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